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Gobernar no es demostrar: la política como arte de decidir

Reflexión de viernes

Este artículo inaugura una nueva línea de pensamiento donde la política y la ciencia se cruzan, se confunden y se separan. Una reflexión sobre el acto de gobernar en tiempos de incertidumbre, cuando los datos abundan, pero las decisiones siguen siendo humanas.

La política no busca demostrar, sino decidir con responsabilidad.


Vivimos en una época que idolatra la evidencia. Toda decisión, para ser legítima, parece necesitar una planilla de Excel, una simulación estadística o un informe técnico que la respalde. Es la era de la tecnopolítica, donde gobernar se presenta como una cuestión de método más que de juicio. Pero gobernar —como recordaba Max Weber en La política como vocación— no es una ciencia exacta, sino una práctica que combina convicción, responsabilidad y, sobre todo, sentido de realidad. La ciencia explica; la política decide.

Confundir ambas esferas ha sido uno de los mayores malentendidos de nuestra modernidad. Desde la ilusión tecnocrática que cree que los problemas sociales se resuelven con algoritmos, hasta los populismos que niegan toda evidencia empírica, transitamos entre dos extremos: el exceso de racionalidad y el desprecio por ella. En ambos casos, se olvida lo esencial: que la política no es una demostración lógica, sino una forma de acción en la incertidumbre.


La tentación tecnocrática

Gobernar “según la ciencia” suena sensato. Pero implica una trampa. Supone que las decisiones políticas pueden deducirse de hechos objetivos, como si la realidad fuera una ecuación a resolver. La pandemia de COVID-19 fue el laboratorio de esa ilusión: especialistas convertidos en autoridades morales, políticos que se escudaban en comités de expertos y sociedades que confundieron la evidencia con el mandato. La ciencia ofrecía datos, pero la política debía decidir qué hacer con ellos. No son lo mismo.

La filósofa Hannah Arendt lo advirtió en La condición humana: la acción política se distingue de la labor técnica precisamente porque su fin no es fabricar cosas, sino construir un mundo común entre seres diversos. Allí donde la ciencia busca verdad, la política busca sentido compartido. Y ese sentido no se demuestra: se debate, se acuerda, se conquista.


Entre el dato y el valor

El científico trabaja en el terreno de lo verificable; el político, en el de lo posible. Uno busca consistencia lógica; el otro, coherencia ética. La evidencia puede mostrar lo que es, pero no lo que debería ser. Karl Popper lo sabía bien: ninguna cantidad de observaciones empíricas basta para justificar un valor moral. Las democracias se derrumban cuando olvidan esta distinción.

Cuando un gobierno afirma que sus decisiones son “científicas”, en realidad está desplazando la responsabilidad ética hacia el método. La ciencia, como advirtió Jürgen Habermas, no puede reemplazar la deliberación pública. Sin debate, el dato se vuelve dogma. Sin pluralidad, la evidencia se convierte en ideología. Por eso, toda política que aspire a legitimarse únicamente en la ciencia termina traicionando tanto a la política como a la ciencia misma.


La política como ética de la decisión

Weber describió al político auténtico como aquel que combina la pasión por una causa con la mesura del juicio. Gobernar exige carácter, porque implica decidir con información incompleta, con riesgos, con dilemas irresueltos. No hay modelo predictivo capaz de calcular el costo moral de una decisión humana. Entre la certeza del laboratorio y la incertidumbre del gobierno se abre el espacio donde nace la responsabilidad.

Ahí radica la diferencia fundamental: la ciencia puede describir consecuencias, pero no asumirlas. La política, en cambio, se define por asumir las consecuencias de sus actos. En eso consiste su dimensión ética: no en conocer más, sino en responder por lo que se hace. La política no se mide por la exactitud de sus datos, sino por la integridad de sus decisiones.


El poder de no saber

El problema de nuestro tiempo no es la falta de conocimiento, sino el exceso de confianza en él. Queremos que los números hablen por nosotros, que los algoritmos tomen decisiones más justas, que la inteligencia artificial corrija nuestros sesgos. Pero lo humano no desaparece: se desplaza. Y cuando lo hace sin conciencia, el poder se oculta tras el lenguaje de la objetividad.

Arendt llamaba a esto “la abdicación del juicio”: cuando el pensamiento se somete a la evidencia y deja de evaluar el sentido de los actos. En un mundo saturado de información, el verdadero coraje político consiste en volver a preguntar qué es lo correcto, no solo qué es eficiente. Gobernar es decidir en medio de la niebla, no al amparo de un manual.


El riesgo de confundir razón con justicia

En nombre de la racionalidad, se han cometido los mayores errores políticos. La planificación económica total, la ingeniería social, los experimentos que reducen la vida a una variable estadística. Cada vez que la política quiso comportarse como una ciencia, terminó deshumanizándose. Y cada vez que la ciencia fue sometida a la política, perdió su rigor.

La democracia moderna necesita un equilibrio delicado: la ciencia como guía, la política como decisión. Ni tecnocracia sin alma, ni populismo sin razón. Gobernar implica reconocer que la verdad no se impone: se construye entre voces que difieren. En ese sentido, la política es el arte de lo imperfecto, el intento de convertir la incertidumbre en convivencia.


De la evidencia a la sabiduría

Podemos medir casi todo: el crecimiento económico, la contaminación, la satisfacción ciudadana. Pero ninguna cifra reemplaza la experiencia del juicio. Saber no es lo mismo que comprender. Habermas insistía en que la legitimidad democrática depende del diálogo, no del experimento. La política es una conversación inacabada entre saberes, pasiones y visiones del bien común.

Tal vez sea hora de devolverle al gobierno su condición humana: errática, contradictoria, pero capaz de aprender. Gobernar no es aplicar fórmulas, sino improvisar con prudencia. No es demostrar que se tiene razón, sino escuchar lo que aún no sabemos.


La política como cuidado del mundo

Si la ciencia es una manera de entender el mundo, la política es una manera de sostenerlo. Ambas se necesitan, pero ninguna puede sustituir a la otra. En tiempos de crisis ecológica, desigualdad y automatización, el desafío no es producir más conocimiento, sino usarlo con sabiduría. La responsabilidad política comienza donde la certeza científica termina.

La política, en su sentido más noble, no busca dominar la realidad, sino acompañarla. Es un trabajo paciente de reparación, de cuidado, de mediación. Si la ciencia se pregunta cómo es el mundo, la política se pregunta qué haremos con él. Y en esa diferencia se juega nuestro futuro común.


“Gobernar es decidir sabiendo que nunca sabremos del todo.”


Bibliografía orientativa

  • Weber, Max. La política como vocación. Madrid: Alianza, 2003.
  • Arendt, Hannah. La condición humana. Barcelona: Paidós, 1993.
  • Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. Buenos Aires: Paidós, 1985.
  • Habermas, Jürgen. Conocimiento e interés. Madrid: Taurus, 1982.
  • Weber, Max. El científico y el político. Buenos Aires: Prometeo, 2005.

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